domingo, 18 de octubre de 2009

Yo, el Mechudo, pregunto:



(tan lindo Araki)

Entre los 19 y los 35 años estuve –o sea, me acosté, ya saben– con unos quinientos hombres. “No es tanto”, diría el insigne poeta Osvaldo Sauma, y tendría razón. Una mujer debería acostarse con un solo hombre, o con todos. Ninguno o todos. Pero a partir de dos hombres, cualquier cifra es ridícula.
De quinientos hombres, no echo de menos a ninguno. Hay tres que se me han quedado clavados, sí. Pero no querría tenerlos de nuevo en la cama. Querría volver a vivir aquellos momentos, que no es lo mismo y además es imposible, salvo que el gran Friederich tuviera razón y todo retornara: retornara A. con aquel portento que tenía entre las piernas; retornara B. que llevaba quince años de castidad cuando me le metí en la cama y quince años de deseo compactado me dio en unas semanas; retornaran los pezones grandes y esponjosos de C. cuyo suave acento argentino, al ser recordado, hace que se me moje el alma.
Pero escuchá qué terrible lo que te venía a decir, camarada Cabezón: todo aquello es irrepetible. No por falta de hombres ni dinero para atraerlos (no sabés la delicia de europeos del este que podés conseguir por tan sólo una ambigua promesa de ayudarles), sino porque no es a esta mujer de cuarenta años –yo– a la que quiero meter en la cama con ellos.
Yo quiero a la otra, a la ninfómana romántica que fui durante al menos tres décadas. Recordemos (bueno, yo no lo olvido) que me masturbo desde que tengo memoria y siempre, como la cristiana más virtuosa, sin distinción entre deseo y amor. Yo he sentido amor por unos seiscientos hombres y, por cierto, a todos les he sido fiel. No he sido infiel jamás en mi vida.
Total, oh paciente Cabezón, lo que trato de decirte es que lo que echo de menos es la juventud en sí, con su pasión, desbordamiento y frenesí. Empiezo a entrar en cierta “madurez” (la llaman) a la que, cuando estoy bien, llamo paz, sosiego y hasta felicidad. Pero me cuesta reconocerme sin aquella voracidad, sin aquella ferocidad. O peor: las sigo teniendo, pero metidas paródicamente en un cuerpo y mente de señora que no se ve ya follando en un carricoche en Ámsterdam, por poner un ejemplo.
 No entiendo quién fue el inane que inventó ese dicho de “que me quiten lo bailado”. ¡Claro que te lo quitan! La vida te lo quita. ¿Vos creés que a mí me consuela en algo el haber tenido a verdaderos modelos de belleza entre mis piernas? Qué va. Todo lo contrario. Es más fácil renunciar a una droga que no se probó jamás.
Espero que un día, allá por los 75 años, una al fin se siente a esperar la muerte como quien espera la hora del almuerzo. Espero encender la tele y mirar sin zozobra un mundo ancho y ajeno, dichosamente ajeno. Por cierto, si muero a los 89 años, como mi abuela, de los 75 a los 89 serán catorce años de babear frente a la tele. ¡Catorce años! Mirá qué cáustica geometría: el mismo número de años que van de los 19 a los 35.
Bueno, al grano, formulo mi pregunta: yo lo que quiero saber es qué se supone que haga una mujer entre los 45 y los 75 años. Y no me digan que cuidar hijos, nietos o demás familiares; o escribir una obra maestra. Cabezón, vos me conocés y sabés que pregunto esto en serio. Si mis quiméricos lectores supieran hasta qué punto ansío una respuesta… Díganme qué se supone que haga una mujer como yo –una mujer que conoció todo tipo de excesos– a partir de los 45. Díganme cuál se supone que es la fuerza vital que mueve a una mujer a partir de los 45.
 



6 comentarios: